Semana Santa: Una Nueva Oportunidad.
De nuevo, como cada año, llega el tiempo de la Semana Santa. Llega la época del año en que la Iglesia celebra los «misterios de la salvación» realizados por Cristo en los últimos días de su vida, comenzando por su «entrada triunfal» en Jerusalén el Domingo de Ramos y terminando por su, también triunfal, resurrección el Domingo de Pascua, después de haber pasado por la pasión, la muerte y la sepultura, que ocupan los días del Jueves, Viernes y Sábado Santo.
De nuevo tenemos ante nosotros la oportunidad de acogernos al amor misericordioso de Dios que, en la celebración de la Semana Santa, nos ofrece su perdón y nos renueva interiormente para que, olvidando lo que queda atrás (nuestra antigua vida de pecado), nos lancemos a vivir una vida nueva cada vez más conforme con nuestra identidad cristiana. La finalidad de todo lo que hacemos en Semana Santa es, precisamente, la de purificarnos para producir el fruto de las buenas obras que Dios quiere que practiquemos y que el mundo necesita. Como se podan los árboles para quitar lo que no sirve y que broten las ramas con nuevo vigor, así nosotros necesitamos ser liberados del pecado que nos asedia para andar en una vida nueva.
Ante los males, sufrimientos y crisis que nos envuelven, esperamos un mundo diferente, mejor. Ante nuestras ilusiones y proyectos frustrados deseamos un mundo nuevo, pero sabemos que este mundo nuevo esperado supone personas nuevas. En la práctica, tanto varones como mujeres tenemos el corazón endurecido, es decir, apegado al mal y, por tanto, somos también responsables de lo que pasa. Es preciso que Dios nos dé un corazón nuevo. Él es quien nos da la fuerza para comenzar de nuevo. Por eso, buscar en Dios nuestra purificación y renovación espiritual es lo que, por encima de todo, debe preocuparnos y ocuparnos en Semana Santa si no queremos ser indiferentes al “paso de Dios” (=Pascua) por nuestra vida. Por eso, nos vienen bien a todos aquellas palabras de San Pablo a los cristianos de Corinto: “Como cooperadores suyos que somos, os exhortamos a que no recibáis en vano la gracia de Dios. Pues dice Él: En el tiempo favorable te escuché y en el día de salvación te ayudé. Mirad ahora, es el momento favorable; mirad, ahora es el día de salvación” (2Cor. 6,1-2). ¿Cómo aprovechar este momento favorable y disfrutar la salvación que Dios nos ofrece?
En nuestra Diócesis Nivariense es muy intensa la participación del pueblo en los diversos ritos de la Semana Santa. En muchos de ellos se muestran todavía señales de su origen en el ámbito de la piedad popular y perviven, entre nosotros, como un patrimonio espiritual de primer orden para expresar y transmitir la fe a las nuevas generaciones. Prueba de ello son «los monumentos de Jueves Santo», las celebraciones del «Via-crucis», así como las numerosas procesiones en la que, mediante las imágenes que representan los distintos momentos de la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, las hermandades y cofradías, junto con multitud de fieles, hacen memoria de aquellos acontecimientos de la última semana de la vida de Cristo y, con gran fervor y recogimiento, viven estos «días santos de la pasión salvadora de Cristo» desfilando por las calles, expresando así, públicamente, su fe en que todo aquello que representan los pasos procesionales lo vivió Jesucristo «por nosotros y por nuestra salvación».
Aclamaciones populares como: «Te adoramos ¡oh Cristo! y te bendecimos, pues por su Santa Cruz redimiste al mundo» y «Bendita y alabada sea la pasión de nuestro Señor Jesucristo y los dolores de su Santísima Madre al pie de la Cruz», expresan el reconocimiento y la gratitud del pueblo cristiano que se siente redimido y salvado por Jesucristo y, de paso, se une a los sentimientos de la Virgen María, contemplada e invocada estos días como «Madre Dolorosa», «Virgen de la Soledad», «Señora de las Angustias»…
Sin embargo, también aquí entre nosotros, como pasa en otros lugares, se puede producir en los ritos de la Semana Santa una especie de «paralelismo celebrativo». Esto supone que, en la práctica, se da un doble planteamiento: uno centrado en las celebraciones litúrgicas en el interior de los templos, y otro caracterizado por ejercicios de piedad específicos, sobre todo las procesiones en la calle. Es necesario evitar que ambas realidades vayan cada una por su lado como si fuesen independientes. Sin olvidar nunca que la liturgia es siempre lo principal, pues en ella Cristo en persona se hace presente y nos comunica los dones de su salvación, se deben también valorar las expresiones de piedad popular como prolongación de la propia liturgia. Como dice el Directorio de la Santa Sede sobre «Piedad Popular y Liturgia»: "Esta diferencia se debería reconducir a una correcta armonización entre las celebraciones litúrgicas y los ejercicios de piedad. En relación con la Semana Santa, el amor y el cuidado de las manifestaciones de piedad tradicionalmente estimadas por el pueblo debe llevar necesariamente a valorar las acciones litúrgicas, sostenidas ciertamente por los actos de piedad popular".
Este debe ser el espíritu de todo: complementariedad y enriquecimiento mutuo. Las manifestaciones externas de la fe (procesiones, via-crucis, etc.), si se hacen con verdadero espíritu, conducen a valorar las celebraciones litúrgicas y preparan el corazón de los creyentes para participar en ellas con mayor fervor. Y, a su vez, la participación en la liturgia hace que los fieles vivan con mayor devoción las expresiones de la piedad popular.
La celebración de la Semana no es una mera representación o memoria histórica de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo, como si de una película se tratara. En Semana Santa «celebramos los misterios de la salvación», es decir, en Semana Santa la salvación de Cristo nos alcanza personalmente a nosotros, hombres y mujeres de hoy que participamos en las celebraciones, sobre todo en los sacramentos. El Concilio Vaticano II nos dice que en las celebraciones litúrgicas «se realiza para nosotros la obra de la salvación», pues «así como Cristo fue enviado por el Padre, El, a su vez, envió a los Apóstoles llenos del Espíritu Santo. No sólo los envió a predicar el Evangelio a toda criatura y a anunciar que el Hijo de Dios, con su Muerte y Resurrección, nos libró del poder de Satanás y de la muerte, y nos condujo al reino del Padre, sino también a realizar la obra de salvación que proclamaban, mediante el sacrificio y los sacramentos, en torno a los cuales gira toda la vida litúrgica» (SC 6).
Tenemos, pues, en los sacramentos, la fuente de vida y salud espiritual que necesitamos para alcanzar un “corazón y un espíritu nuevo” y así «ver la salvación de Dios». Por eso, en la Semana Santa lo más importante no es «lo que nosotros hacemos», sino «lo que Dios hace por nosotros», que es, ni más ni menos, el cumplimiento de las palabras del propio Cristo: «Tanto amó Dios al mundo que envió a su Hijo, no para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por El». Pues bien, como nos enseña San Pablo: «Por este Hijo, por su sangre, recibimos la redención y el perdón de los pecados» (Ef. 1, 7) y en otro lugar dice: «Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo -por gracia habéis sido salvados- y con él nos resucitó» (Ef. 2,4-6). El lo hace todo. Y, nosotros ¿qué tenemos que hacer? Aprovechar “la nueva oportunidad” que nos ofrece esta Semana Santa para acercarnos a Cristo y “sacar agua con gozo de la fuente de la salvación”.
Bernardo Álvarez Afonso. Obispo Nivariense .